Este es un fragmento de una novela que publicaré en unos años. Espero que les guste.
Si no la impresionaba con sus habilidades en la lengua de Goethe, al menos lo haría con la destreza en el baile de salón. Cuando él caminaba por la calle daba tres pasos comenzando con el pie izquierdo, hacía una pausa imperceptible para los ajetreados pasantes y daba otros tres pasos. Repetía. En casa, ejercitaba movimientos de cadera, haciendo círculos a la derecha y luego a la izquierda, no sin sentirse un poco estúpido. Hacía círculos con los hombros hacia adelante y hacia atrás. Analizaba su postura en el espejo. Sabía que sus hombros tenían que estar bien extendidos hacia afuera. En cada canción de salsa que escuchaba trataba de reconocer el primer golpe musical dando una pisada fuerte con — Sí, adivinaron—, con el pie izquierdo. Practicaba e improvisaba pasos con muchas canciones, sobre todo con una que decía: “Entren que caben cien. Cincuenta paraos, cincuenta de pie.”
— ‘Tá bien, broer. Ahora eres un calichín de pollada — le dijo Arturo cuando lo vio.
— Calla, mierda — dijo Manuel.
— ‘Tá bien todo lo que haces. Se te ve de puta madre, pero también necesitas una pareja con quién practicar las vueltas, pezweón.
Él empezó a mirar a Arturo de pies a cabeza.
— ¡Habla, ah! ¡Tú dirás! — dijo sonriendo.
— ¡Ándate a la mierda!
Entonces, cogió un palo de escoba. La noche del viernes, llegó a ese salsódromo en La Victoria, no sin miedo, porque el taxista tenía un montón de cicatrices, además que el taxi se metía por calles estrechas llenas de fumones. Llegó. Vio a toda la crema y nata de la escena de bailadores de salsa de salón afuera — se hacían llamar bailadores porque no todos tenían estudios de danza clásica: muchos eran amateurs, pero de los bravos —. Saludó con la mano y con la mirada a todos los conocidos. Todos y todas estaban excesivamente bien vestidos. Era una apología a la metrosexualidad. Ni el show ni la orquesta habían comenzado.
— Puta madre, Julio tenía razón: Siempre hay que llegar a estos eventos tarde — pensó.
Divisó una larguísima mesa donde estaban todos los veintitantos de la clase de nivel básico. Saludó a unos cuantos y se sentó.
— ¿Dónde estará? — pensó.
Su mirada barrió todo el lugar. Estaban justo al pie del escenario, que estaba siendo recorrido por los músicos cargando sobre sus espaldas las congas, sacando los trombones y trompetas de sus fundas, haciendo escalas musicales con los teclados. El DJ, para subir los ánimos de los bailadores ya casi por dormirse, puso una salsa sensual, cosa que le valió los abucheos del público, el cual consideraba escuchar la música de Jerry Rivera, Marc Anthony o Los Adolescentes y cualquier otro cantante de salsa sensual — salvo Frankie Ruiz o ciertos cantantes de salsa sensual que en su juventud hayan pertenecido a la Fania All Stars — como un sacrilegio, ya que aquí se venía a escuchar salsas con letras que en su mayoría trataban de temas del barrio adornadas con largos y con complejos solos de trompetas, piano y percusión. Al costado, se encontraba la barra donde los bartenders miraban indiscretamente a las chicas que al caminar movían inconscientemente las caderas haciendo figuras en forma de ocho y hacían todo tipo de malabares con botellas, aunque a uno no muy ducho se le cayó una botella, motivo por el cual su supervisor lo puteó.
— ¡Oye, tú ya no saludas! — dijo Mónica, haciendo una seña con la mano para sacar a Manuel de su estupefacción.
— ¡Hola! Disculpa, es que no conozco a todos.
— Anda, sonso ¿Te acuerdas de la gente?
— Sí, de algunos.
— Ya pues, no seas así de sobrado. Ven.
— Ya pues, no seas así de sobrado. Ven.
Mónica lo hizo pararse y recorrer los bordes de las cuatro mesas que habían juntado para que se sienten los ahora treinta y tantos de ese grupo. Así, gracias a las dotes diplomáticas de ella, aparte de estrechar las manos y dar besos en las mejillas de los conocidos y conocidas de la clase de baile de nivel básico, Manuel conoció a directores de otras academias de baile, excampeones nacionales de salsa y varios otros iniciados en el baile de salón de distintas escuelas. Aun así, él no la encontraba.
El DJ puso una canción cubana que decía “Ella no sabe de calle, pero le parte pa’rriba, porque en la calle está lo único que le devuelve la vida.”. Varios bailarines de salsa cubana que también vinieron empezaron a sacar a sus parejas a la redonda pista. Como de costumbre, cuando bailaban en pareja, caminaban en círculos. Cuando soltaban a sus parejas, bajaban la postura haciendo pasos a lo afro exagerando los movimientos de todas las articulaciones. Incluso, un cubano que él conocía sacó su pañuelo y empezó a ondearlo mientras hacía pasos de “rumba columbia” y “yambú”, coqueteando con su pareja, una morena. Por ahí, los que preferían la salsa de salón se metieron a bailar. Estos, al contrario, bailaban con sus parejas sobre una línea recta imaginaria, manteniendo una postura más perpendicular a comparación del suelo. Los amantes de la salsa cubana empezaron a mirar mal a estos últimos. Por ahí una pareja de salsa de salón, empezó a mostrar su destreza, recorriendo toda la redonda pista de baile haciendo el paso de “360°”, sin darse cuenta de que a uno de ellos se le cayó el celular. Por suerte, era de esos antiguos celulares Nokia que lo aguantaban todo.
— ¡Muy bien, señoras y señores! ¡Hoy comenzamos con….!
El sonido se cortó y el maestro de ceremonias no pudo continuar. La gente comenzó a abuchear. El sonidista le hizo un gesto de calma. El maestro de ceremonias tosió un poco, se secó el sudor con un pañuelo y continuó. A nadie le interesaba lo que decía. Empezó a nombrar a todas las escuelas de baile y los shows.
— ¡Qué onda, Manuelín! ¡Tienes que ver mi show, ah! — le dijo Julio, quien sostenía una cuba libre para darse valentía antes de las presentaciones.
— Sí, compadre. Te haré barra.
“Y por último, el número de los actuales campeones de salsa Julio y Claudia”, dijo fuertemente, al mismo tiempo que sonaban las palmas, las arengas y por ahí alguna matraca. Mientras tanto, Manuel sentía un apretón en la vejiga y se maldijo por haber tomado esos dos litros de agua diarios tres horas antes, como de costumbre. Se dirigió al baño de hombres, que estaba con la puerta abierta, pero sus ganas de miccionar tenían que esperar a que salga el montón de bailarines que se encontraban ahí preparándose para el espectáculo. Muchos de ellos estaban en calzoncillos buscando apresuradamente sus atuendos dentro de sus mochilas; otros, sacando sus camisas brillosas y aplicándose gel al cabello hasta que queden como puercoespines. Uno de ellos, un poco subido de peso, luchaba por meterse dentro de un brilloso traje de una sola pieza. “¡Conchasumadre! ¡Esta huevada me asfixia! ¡Oe’ broer, ayúdame!”, decía éste a un amigo. El amigo le dijo que exhalara completamente, y le empujó el traje desde la cabeza hacia abajo.
— ¡Asu madre! ¿Qué fue ahí? — pensó Manuel, mientras veía algo sorprendido. Sus piernas temblaban al no poder aguantar más las ganas de orinar.
Al costado, en el baño de mujeres, también con la puerta abierta, un montón de bailarinas entraba y salía para prepararse. Muchas también estaban en ropa interior; otras, ayudando a sus compañeras a colocarse flores en el cabello que sostenían con pequeños ganchos que muchas veces caían al suelo, teniendo que repetir la operación; otras, pintándose los labios de la manera más milimétrica posible; otras — las desdichadas de cabello rebelde —, planchándose el pelo; otras, haciendo estiramientos abriéndose completamente de piernas con los zapatos de tacón ya puestos; otras, ayudando a sus compañeras a delinearse las cejas; otras, tomándose un montón de fotos haciendo muecas de besos frente al espejo que serían subidas a las redes sociales. A una de ellas se le rompieron las pantimedias e hizo una mueca de enfado cuando se acordó de que sólo había traído un solo par, en vez de dos, como era la costumbre. Después de diez minutos estar mirando tantas curvas femeninas, Manuel al fin pudo entrar al baño de hombres.
— ¡Habla, man! ¿Tú también haciendo un show? — dijo Manuel saludando a un conocido que estaba vestido todo de blanco y descalzo, mientras se dirigía al urinario y se bajaba el cierre del pantalón.
— Sí. Voy a bailar un solo por primera vez. Voy a bailar “Aguanile”
Manuel exhaló de alivio después de diez segundos de estar parado frente al urinario.
— ¿La de Héctor Lavoe? — dijo sonriente.
— No, la de Marc Anthony.
— Pucha, eso de bailar un solo es recontra tranca. Y para remate, te metiste a bailar esa versión de "Aguanilé". Suerte, man — dijo dándole una palmada amistosa en el hombro.
Se demoró un buen rato en el baño, perdiéndose el primer número de baile de la noche. Regresó a la mesa y vio el segundo número: el de una pareja de bailarines de salsa caleña que destacaba por la rapidez de sus pies, sus acrobacias mortales y porque el chico llevaba zapatos de baile con los colores de la bandera de Colombia. Él se estaba aburriendo. Siguieron varias coreografías más entre los cuales había un solo de una bailarina traída desde Venezuela, un grupo de alumnos que bailaron “rueda de casino” descoordinadamente, un número sólo de hombres, una fusión de lambada y zouk que hizo un profesor venido de Brasil y un sensual número de bachata que no dejó nada a la imaginación. La cabeza de Manuel volteó y encontró una cabellera rubia a diez metros. “Muy bien, señoras y señores, los tres veces campeones de salsa en la categoría “On1” ….un fuerte aplauso para …..¡¡¡¡ Julio y Claudia!!!”. Ella recién había llegado y se encontraba al extremo opuesto. Julio se paseó por toda la pista de baile con Claudia sosteniendo la cintura de ella con la mano derecha; después, la presentó al público, la hizo girar tres veces mientras que todos los ovacionaban. “Seguro que recién ha llegado, y pa’ concha con la espesa de su amiga”, pensó Manuel. Un montuno de piano comenzó a sonar. Manuel prefirió dejar de mirarla y admirar esa coreografía. Julio hizo girar diez veces a Claudia sobre su pie derecho. Su cabeza no podía aguantar y volteó de nuevo. “Baila como es … Como te gusta”, decía alegremente la canción en la cual la campana de bongó sonaba fuertemente. Sus ojos se fijaron en sus hombros desnudos un poco rosados. Ella volteó. Ahora, Julio levantó a Claudia desde la cintura, haciéndola caer y ella hizo una apertura de piernas hacia adelante y atrás. Ella estaba cuchicheando con una amiga que miraba indiscretamente. Ahora la pareja recorría toda la pista de baile haciendo “360” con dos giros. Mientras ellas seguían hablando, ella discretamente lo señaló a él con el dedo. Él dejó de mirarla. Julio hizo girar diez veces a Claudia, mientras que ella daba vueltas con la cabeza apuntando hacia arriba. Una marejada de aplausos y gritos del público, seguidos de un fuerte “¡Te amo Julio!” por parte de una voz masculina, sonó en todo el salsódromo. La orquesta se preparó.
— Buenas noches damas, somos la Orquesta Internacional y ¿cómo se pide la salsa? Zá……..zá…….. zá…..zá ..zá — mientras todos hacían las palmas de la clave salsera.
Un violín comenzó a sonar y todos los hombres estaban como moscas viendo a quién sacar a bailar. Algunos tendían la mano como buenos caballeros; otros, jalaban de las muñecas a las damas; había unas cuantas europeas que sacaban a bailar al caballero con el cual se sintiesen más a gusto. Manuel se quedó en la mesa viendo cómo la pista se llenaba. Cada pareja demostraba lo mejor que hacía. “Se me perdió la cartera. Ya no tengo más dinero”, decía la letra de la canción, mientras sonaba un violín con una raspada de güiro. Había los que les gustaba hacer girar a la chica varias veces. Había los que les gustaba tomar un montón de espacio, chocando accidentalmente a otros con los pies. Había los que preferían mover las caderas en forma circular. Había los que les gustaba zapatear con la punta y el taco, haciendo figuras extrañas. “Y eso que un espiritista me mandó un baño de plantas. Con gajos de hierba y gotas de agua bendita”, decía ahora la canción. Manuel entonces miró y la vio de nuevo, reconociendo sus rosados hombros desnudos: Laura estaba con zapatos de tacón de color piel.
— ¿Es alemana y está usando tacos? — pensó él.
Ella bailaba con un tipo un poco despistado. Su figura esbelta recorría el espacio que dejaba su pareja para que pase. Sus delgadas piernas daban pasos largos. Su pelo rubio hasta la altura de los hombros ondeaba con cada giro que le daba su pareja. El tipo la guiaba apretándole las manos demasiado fuerte durante la canción. La cara de Laura hacía una permanente mueca que aniquilaba su dulzura. Manuel, para no aburrirse, decidió sacar a bailar a Mónica, quien estaba a punto de prender un cigarrillo. Manuel trataba de bailar bien, y lo hizo, pero su mente estaba distraída. Se salió del ritmo varias veces, confundiendo el primer golpe de la música con el quinto. A Mónica le importaba un bledo y siguió bailando porque quería que se le pase el efecto de todos los tragos que había bebido de un sol sorbo. La canción terminó y Manuel fue al encuentro de Laura, no sin antes haber dejado a Mónica en su lugar.
— Gute Nacht, Frau Weininger! — dijo él sonriendo.
— Gute Nacht, Herr Rodríguez! ¡Qué sorpresa! ¡Yo creía que tú no venías!
Los ojos de Manuel miraron hacia arriba, frunciendo el ceño.
— Sí, Laura ¿No te da frío estar así?
— No, para nada. Tú sabes que yo estaba habituada a la nieve.
Mientras el cantante de la orquesta daba unas palabras de agradecimiento, ellos dos seguían conversando: Él parado y ella sentada. Él estaba con las manos en los bolsillos. Ella, cruzando sus largas piernas. Los músicos se pusieron de nuevo a tocar. El pie de ella apuntaba hacia él. Sonaron las trompetas. “Siento una voz que me dice: ¡Agúzate, que te están velando!”, decía ahora el cantante de la orquesta, mientras los trompetistas hacían de nuevo un ruido estruendoso.
— Möchtest du tanzen? — dijo tendiéndole la mano.
— Na klar!
La suave mano izquierda de Laura estaba demasiado tibia. Ni caliente ni fría: tibia. La tomó de la mano. Ella lo siguió, destacándose por ser más alta. Cruzaron la marejada de parejas que bailaban. Encontraron un buen espacio, al centro a la derecha. Su mano izquierda tomó la derecha de ella, apretándola con el pulgar para asegurarse de que “no se le escapase”. Su mano derecha se posó sobre su omóplato izquierdo. El largo brazo derecho de Laura se posó sobre el derecho de él, reposando fuertemente la mano izquierda sobre el hombro de Manuel. Pisó hacia adelante con el pie izquierdo. Ella lo siguió y pisó hacia atrás con el derecho. Los músicos seguían tocando las trompetas cada vez más fuerte en la nota musical de "La" menor.
— No me pongas la mano en el hombro que vas a hacer que me caiga.
— Was? — dijo sin entender.
— ¡No me pongas la mano en el hombro que vas hacer que me caiga por la presión!
— Was? ¿Qué dijiste? Yo no te puedo escuchar — dijo ella inclinándose para escuchar mejor.
— … Nada ...
Él quitó la mano de ella de su hombro y la puso mejor sobre su espalda. Ella no dijo nada. Él abrió un espacio para que ella pase y Laura caminó elegantemente levantando un poco las rodillas antes de posar las puntas de sus zapatos de tacón en el suelo. “Y yo pasaría de tonto si no supiera, que uno debe estar mosca por donde quiera”, decía la canción. Él cambió de posición y la tomó de las dos manos, la paseó y la hizo girar dos veces. Ella sonreía, mientras hacía figuras elegantes con sus largos brazos. Su respiración se agitaba un poco sin sudar casi nada. Él, en cambio, sudaba mucho. “Y es por eso que yo digo de esta manera, que ese individuo no sabe en qué se metió”. Manuel la soltó y bailaron separados. Él zapateaba con la punta y el taco derechos mientras su peso estaba en la pierna izquierda. Pateó de casualidad a alguien.
— ¡Disculpa! — dijo él.
El tipo le hizo una señal de que todo estaba bien. Laura rió un poco cubriéndose la boca con los dedos.
Volvió a tomarla de los dos brazos, dio medio giro sin soltarla, y dándole la espalda, la hizo transportarse de un lado a otro. Una pareja de un tipo corpulento y una chica un poco rellena los chocó sin querer. Manuel casi se cae del empujón, ya que el piso estaba lo suficientemente resbaloso como para bailar. Laura rió un poco mostrando los dientes superiores.
— Para que una mujer sonría, sólo hay que hacer que se mueva — pensó él.
Las caderas de Laura rotaban muy poco. Sin embargo, ella siempre estaba al tiempo de la música, gracias a sus conocimientos del violín y violoncelo, a diferencia de muchas peruanas que solían confundir el primer golpe de la música con el quinto. La respiración de Laura se sentía un poquito más agitada. “Siento una voz que me dice: Agúzate que te están velando”, mientras sonaba la trompeta fuertemente. Manuel la soltó de nuevo y se puso a bailar alrededor de ella. Sus ojos miraban a todos lados. Los que no bailaban rajaban de todos los que estaban en la pista aprobando la habilidad de unos y criticando cada uno de sus defectos, sean las pisadas, la forma de mover las manos, las caderas o los gestos involuntarios que hacían. Entonces, vino el largo solo de timbales de la canción. “¡Cuero! ¡Cuero!”, decía el cantante. Laura exhalaba sonriendo por el cansancio de los seis minutos de la canción. El fotógrafo de la discoteca, un tipo bajo de cabello largo amarrado con una cola, barba de chivo y sonrisa afeminada, se paseaba como una abeja por todos los rincones de la pista haciendo posar a todas las personas solas, parejas y grupos de amigos para las fotos del evento que luego serían colgadas en las redes sociales. Laura y Manuel seguían bailando ahora en posición cerrada. El fotógrafo se acercó y les apuntó con la cámara. Manuel tuvo que improvisar la mejor sonrisa y no sabía dónde poner las manos. El fotógrafo los hizo posar: Ella rápidamente se apoyó en él. Él miraba de frente y ella de costado; El vestido de Laura era un vestido veraniego de color negro estampado con flores rojas que llegaba exactamente a sus rodillas, con una pretina en la cintura el cual dejaba ver su tierna espalda desnuda y el cual hacía juego con la camiseta de color rojo oscuro de Manuel. Laura, a la derecha de Manuel, apoyaba su cuerpo contra el de él, sosteniéndose de él con sus dos tiernas manos a la altura de las costillas de Manuel; ella había bajado el mentón un poco mirando fijamente y sonriendo tiernamente. Él la sostenía de la espalda, posando los dedos índice, medio, anular y meñique contra su omóplato derecho. Su pulgar, no la tocó, quedando en el aire. Trató de sonreír, pero se sentía nervioso. Después de 5 segundos de haber posado, el fotógrafo dio su visto bueno. La canción terminó y regresaron a su lugar.
— ¿Qué habrá querido decir con todo eso? — se preguntó Manuel.
Laura le sonrió y le dijo que iría al baño.
— Supongo que irá a secarse, porque no tiene nada de maquillaje ¡Estas mujeres son tan diferentes! — pensó él.
Él seguía pensando en ella, mientras que la orquesta empezó a tocar la versión de “Toro Mata” de Celia Cruz. Todos, de nuevo, empezaron a buscar pareja. Él la buscaba con la mirada, pero obviamente se demoraría en el tocador. De todas maneras, seguía volteando la cabeza. Decidió caminar hacia la barra para tomar agua mineral. En el camino, una delgada mujer blanca de mejillas rosadas, pelo color azabache hasta la altura del mentón y vestido negro hasta unos tres centímetros debajo de las rodillas se le acercó.
— ¿Tú quiejés bailáj? — dijo ella tendiéndole la mano.
Él aceptó y la llevó hacia la pista.
— Ésta tiene mirada aristocrática. Debe de ser francesa — pensó Manuel.
Nuestras mentes maquiavélicas fabricarán el epílogo: La "aventada" francesita se encargará de que el personaje deje de preguntarse: ¿Dónde está Laura?
ResponderEliminar