War is not won by victory
— Ernest Hemingway, A farewell to arms
— Ernest Hemingway, A farewell to arms
—
¡Tres cervezas, por
favor! — dijo el capitán haciendo una seña con el único brazo que le quedaba:
el derecho.
La música, lo suficientemente alta y animosa como para ya
no pensar en la muerte, amenizaba la noche en el pequeño bar. De las diez mesas
sólo dos estaban ocupadas: Una, por unos borrachos escandalosos y la otra, por
ellos tres.
—
¿Saben? A veces sueño
que estoy agarrando el lanzagranadas fuertemente y estoy cañoneando a los
tanques allá en Leeuwen — dijo el capitán.
Las cervezas llegaron de inmediato. El capitán y el teniente comenzaron a beber. El médico no lo hizo.
—
Yo ya no quiero saber
nada de esta mierda ¡Qué bueno que se terminó! ¡Ya vi suficiente! — dijo el
teniente, señalando el parche que le cubría el ojo faltante.
—
Calma, hijo. Hemos
vivido aventuras extraordinarias ¿Se acuerdan cuando liberamos ese pueblo de
nombre impronunciable? La gente nos recibió con esa música estrepitosa de
acordeones y comida hecha de cerdo cocido — dijo el capitán.
—
Ese cerdo me hizo
cagar como los mil demonios. Más me acuerdo de las mujeres: Por algo dicen que
entre las eslavas, las más hermosas son las polacas. — dijo el teniente.
— Tú sólo piensas en mujeres. Yo, en cambio escribiré un libro
sobre todo lo que vi. Voy a dejar el bisturí y las vendas por la pluma. Creo
que es la mejor forma de olvidar — dijo el médico con una voz casi
imperceptible.
El dueño del bar apagó el tocadiscos. Sus empleados
empezaron a limpiar las colillas de cigarro y los vómitos de los borrachos que
se habían ido sin pagar.
—
¡Sólo media hora más!
— dijo el dueño.
—
¡No sea así, señor!
¡Le doy cien zlotych para que el bar se quede abierto hasta el amanecer! — dijo
el teniente mostrando orgullosamente el billete azul.
—
¡Claro, a tantos
muertos les revisaste los bolsillos allá en Varsovia que ahora tienes hasta
para comprarle todo el bar al señor! — dijo el médico.
Todos rieron estrepitosamente. El dueño hizo un gesto
bonachón de aprobación. Sin embargo, el médico se calló. Empezó a acariciar una
medalla con la mano izquierda. La siguió mirando fijamente. Empezó a cantar murmurando: “J´irais
jusqu´au bout du monde, Je me ferais teindre en blonde, si tu me le
demandais ».
—
Seguro que eso le
cantabas — dijo el teniente.
—
¡Cállate!
Un silencio incómodo los invadió. El capitán empezó a
rebuscar con mucho esfuerzo en la mochila que tenía. Sobre la mesa posó
orgullosamente un rifle Mauser descargado, una granada modelo 24 y un cartel
que decía “Molkenstraße”.
—
Cuando regrese a casa
les mostraré esto a mis hijos y nietos. Imagínense todas las anécdotas que les
contaré ¡Señores, apareceremos los tres en los libros de historia universal! ¡Imagínense las fotos que les mostrarán a sus hijos y nietos!
—
Sólo usted aparecerá,
capitán, porque usted comandó todas las liberaciones. Nosotros fuimos sólo simples
peones en este juego de niños llamado guerra. — dijo el médico.
—
¡Y yo soy estéril! —
dijo el teniente sonriendo ácidamente y mostrando una cicatriz en el estómago.
—
Es lo único que queda
para un cincuentón bordeando los sesenta años como yo, niños. Antes servía para esto. — hizo una mueca de
pistola — . Ahora, sólo me quedarán un brazo y mi pensión.
El teniente se quedó callado. Pidió una cerveza más y la tomó lentamente. Después, sus ojos se pusieron extraños y empezó a buscar algo en su
mochila. Sobre la mesa aparecieron diez placas de identificación.
—
A todos estos los
conocí en la escuela. A todos los conocía por nombre. Fui a todos sus fiestas de cumpleaños ¡Y a cada uno lo encontré en cada ciudad en la que nos estacionamos!
Todos con novia, esposa, incluso con hijos. Y yo, un tuerto sin familia y sin
mujer ¡Yo debí haberme ido primero! ¡Tuve tres veces para hacerlo!— dijo él
dando un puñetazo en la mesa. Una lágrima recorrió su mejilla.
Cogió de nuevo el vaso con fuerza. Bebió casi todo el resto de un solo trago,
dejando sólo un poco. Lo puso de nuevo sobre la mesa, casi rompiéndolo.
—
Calma, hijo, si no
fuera por este prodigio de la medicina, no estarías aquí tomando cerveza con
nosotros. Le debes tres veces la vida: Cuando te rompiste la pierna durante la
huida hacia Liège, cuando te cayó una bala en el estómago en Dresden y cuando
cagaste de los mil demonios después de haber engullido tanto cerdo en Wroclaw.
Sólo él conocía un buen antídoto — dijo dándole una palmada con el único
brazo al médico.
—
Sí. Al menos, tú
recibiste tres condecoraciones.
—
Cállate, enfermero
¡Ellos debieron de haberlas recibido! ¡Tú no has perdido nada! ¡Tú te la
llevaste fácil en tu salita de operaciones! ¡Nosotros vimos a más gente morir!
¡Tú no has perdido ni hermanos, ni amigos, ni siquiera enemigos en el
frente!
Los ojos del médico lo miraron con rabia. Cerró el puño con
fuerza. Volvió a fijar la mirada en esa medalla, acariciándola con la mano
izquierda. El teniente prefirió callarse. El médico empezó a temblar. El
capitán quiso reconfortarlo, pero se olvidó de que ya no tenía brazo izquierdo.
Aun así sentía un leve dolor ahí.
—
Se llamaba Renate —
dijo él
— ¿Qué? ¿Ahora le cambiaste de nombre? ¿No se llamaba
Adéline? — preguntó sarcásticamente el teniente.
El capitán se acercó al teniente y le susurró en el oído:
“Deja de burlarte de él. Los de inteligencia le dijeron al final que ése era su verdadero nombre”.
—
Ella me dio esto, ese
día en Liège, después de que ella te aplicó la inyección, teniente de mierda.
Mientras tú dormías como un borrico, me fui con ella. Contemplamos las
estrellas. Ella tenía un poco de champagne. Celebramos un poco. La abracé. Le
acaricié los cabellos rubios. La besé …
—
¿Le dijiste todo después de haber bebido?
El médico quedó en silencio.
—
Cuando despertó a mi
costado, me dijo que me esperaría porque quería verme de nuevo. Me dejó esta
medallita y me dijo que le escribiera porque ella se quedaría todavía cuidando
enfermos. Cuando nos fuimos con todo el batallón, mandé cartas. No supe más de
ella. Mandé cartas a los del hospital. No sabían su nombre. Ni de sus ojos
azules — dijo él mirando hacia abajo.
—
Siempre me dio mala
espina ¿No te diste cuenta de que hablaba francés de una forma rara? Una vez la
vi hablando en un idioma que no entendía con un señor de gorra que venía a
traernos el periódico.
—
¡Por suerte nos fuimos
al siguiente día! ¡Las mujeres son armas muy peligrosas! Niño, ¿no
escuchaste la carnicería que hubo la semana siguiente? Lamentablemente me
estaban operando el brazo izquierdo, todo por gusto.
—
Hace poco hablé con
los franceses. Me
dijeron que ella hizo lo mismo allá en Lyon. Así cayeron varios de los hombres
clave de la Résistance.
Me contactaron con unos americanos que tenían un informe sobre
ella. Lo último que supieron fue que el 8 de abril los rusos la capturaron, la
interrogaron y la ....
—
¡Basta, muchacho! —
dijo el capitán dando un puñetazo a la mesa.
El médico trató de beber un poco más de la cerveza. Difícilmente
pudo pasarla por su garganta.
—
Escribiré sobre ella.
Será una historia corta, pero conmovedora. Una buena novela es como un dolor
fantasma: lo que más se siente es lo que no está ahí.
—
¡Estupideces de
médico!
—
¿Una enferma en una
novela? ¿Tú quieres escribir tu propio “Adiós a las armas”? — empezó a sonreír
levemente — Yo conocí a la verdadera Miss Barkley cuando tenía tu edad. A mí me
curó en Italia. No era la gran cosa: era flacuchenta y pálida. Lo que puedes
leer ahí es una masturbación mental de ese pobre tipo. Por suerte, él me mandó
un ejemplar firmado.
—
Tú que eres diestro,
ya no podrás masturbarte pensando en ella, doctorcito. No entiendo cómo pudiste
curarme estando con esa mano así en Liège.
El médico siguió mirando abajo. Recordó la bomba en Pas de
Calais. Esa vez casi su batallón se quedó sin médico. Recordó también un par de
labios pintados de carmesí, unos ojos de color añil y una mano tan blanca que
lo acariciaba. Sus ojos seguían inyectados de cólera, pero recién se dio cuenta
de que todo lo que le decían era para calmarlo.
—
¿Saben qué? Vámonos de
esta mierda. Ya no quiero beber.
—
Hijo, termina ese
maldito vaso ¡Un futuro grande les espera! ¡Quiero ir a ver a mi nieto para
irme a mi tumba tranquilo! ¡Algún día lo traeré aquí!
—
¡Quién como usted que
puede decir eso!
Los tres alzaron los vasos. Brindaron por última vez. El
teniente y el médico gritaron: “¡Porque esta mierda se acabó!”. Pagaron
cincuenta florines y dejaron el billete de cien zlotych sobre la mesa. Cogieron
sus mochilas y salieron. El médico cogió la medalla con cuidado. Se apartó y
buscó un terreno baldío con flores y la enterró. Caminaron los tres abrazados
mientras contemplaban el amanecer. El cielo de junio era azul. Los pájaros cantaron
alegremente después de casi una década. Sin embargo, el teniente miró atrás con
nostalgia. Por un momento se separó de ellos. Su mano arrancó las
condecoraciones de la chaqueta. Las arrojó al suelo con todas las fuerzas del
mundo. Escupió al suelo con odio, pronunciando una maldición. Se quitó el
parche. Los otros dos lo fueron a buscar y lo abrazaron fuerte. Le dieron de
beber un poco de agua que les quedaba en la cantimplora. Le dieron palmadas en
el hombro. La sonrisa le volvió a la cara al teniente. Un rayo de sol empezó a
iluminar sus caras, sus uniformes sucios y sus almas. Siguieron caminando
abrazados, como un solo cuerpo.
—
Por cierto, doctorcito
¿Cómo era ella en la cama?
—
Púdrete — respondió.
Sonrió levemente y le mostró el puño derecho cerrado, al cual le faltaba el
dedo medio.
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